Vivimos en la era donde una de las palabras más representativas de lo que le ocurre al género humano es la exponencialidad. Lo exponencial es aquello donde el crecimiento tiene un ritmo que aumenta cada vez más rápidamente. En el mundo en los próximos ocho segundos habrán nacido 34 bebés; se publicarán 3.000 libros nuevos cada día; se generarán 1.5 exabytes (1.5 x 10 a la 18) de información nueva en este año, que será máyor que en los 5.000 años previos; la información tecnológica se duplica cada dos años; hay 540.000 palabras en el idioma inglés, 5 veces más que en lo tiempos de Shakespeare; hay más de 2.7 billones de busquedas en el Google cada mes…
Los numeros abruman, exceden, aturden. El universo de la información genera bulimia de contenidos. Saturación anoréxica de significantes y significados. Cantidad sobre calidad. Sobredosis de todo. Ante la miríada laberíntica de opciones se vuelve a posicionar como atajo de baqueano, como potencialidad sabia del complemento antagónico generado por los los alquimistas, los movimientos asociados a la nulidad, al caos fértil de la nada. Toma cuerpo la necesidad de neutralizar el crecimiento devorador de la expansión generando el oásis de la nada. Vuelven detonar las marcas del cero.
Las necesidades del marketing también reflejan los abismos de las contradicciones de la condición humana. Coca Zero. Zona Zero. Axe Zero. Cero Calorías. Gravedad Cero. Tiempo cero. Ground Zero. Radio Zero. Sprite Zero… Las marcas del vacío. El cero, aquello que no tiene un valor definido emerge como salvataje de la acumulación indiferente y amorfa, el consumo de la nada. El cero es un número cardinal que expresa una cantidad nula; es un signo sin valor propio en la numeración arábiga, que colocado a la derecha de un número entero, multiplica por diez su valor; pero a la izquierda, no lo modifica: cualquier número multiplicado por cero da cero.
El término “cero”, al igual que el término “cifra”, deriva etimológicamente del árabe “sifr” (que significa ‘vacío’) y éste es la traducción del original nombre para el cero, el sánscrito “sunya” (literalmente ‘vacío’). El cero es, pues, el vacío matemático. Lo es al señalar una posición vacía en el orden posicional de las potencias de diez (unidades, decenas, centenas, miles, etc): un número como 5077, por ejemplo, fue escrito originalmente como 5 77, lo cual señala una posición vacía en el orden de las centenas. El signo cero explícito recuerda simplemente esta ausencia. Y el cero es el vacío porque designa la ausencia de cantidad. La gran contribución al “inventar” el cero fue conceptualizar esta paradoja de contar lo incontable, incluir como número algo que propiamente es lo opuesto al número porque es la ausencia de cantidad.
Simbólicamente el cero representa el no ser, misteriosamente ligado a la unidad, como su contrario y su reflejo; es el símbolo de lo latente y de lo potencial; es el “huevo órfico”. En la existencia simboliza la muerte como estado en el que las fuerzas de lo vivo se transforman. Como círculo, es decir, por su figura, simboliza la eternidad. Se lo representa mediante una concha o un caracol (sabido es que el caracol es propiamente un símbolo de regeneración y periódica). El gran mito de la regeneración cíclica está resumido en el simbolismo del cero maya, que desarrollaron su aplicación 1.500 años antes que en Europa. Por el simbolismo de la concha está en relación la vida fetal. En los grabados mayas, sobre piedras, el cero se representa mediante la espiral, lo infinito abierto por lo infinito cerrado.
Fue el alma de la India la que pudo llegar a un concepto metafísico como la nada (sunya) y el cero que la simbolizaba. El cero era posibilidad de establecer con un elevado grado de sutileza un encantador poder de abstracción, porque aunque el alma india lo había concebido como la base de la numeración posicional, era la síntesis medular del sentido de la existencia. El cero aquí es el símbolo del vacío, donde sus metáforas son el silencio, la desnudez, la simplicidad, la nada, el fondo de las cosas, fondo sin atributos porque contiene la potencialidad de lo que se manifiesta.
Con el aporte del monje budista y filósofo hindú Nagarjuna (siglo II dC) creador de la Escuela de la Vía Media Madhyamaka, la vacuidad fue considerada como la verdadera naturaleza de todo lo existente, donde las cosas, fenómenos, pensamientos, hechos, no surgen ni cesan, aparecen y desaparecen cual ilusiones. La teología de la vacuidad se instaló como un modo de ver, una actitud, una forma de procesar los productos de la experiencia, un conocimiento funcional que no puede dominarse sino mediante su constante aplicación y puesta en práctica.
Oriente ha valorado el vacío, lo ha visto como el fondo último o el origen común. El Tao te Ching, obra atribuida a LaoTse (siglo IV aC), en su capítulo 11 puede leerse: “Treinta radios convergen en el centro / de una rueda, pero es su vacío lo que hace útil al carro. / Se moldea la arcilla para hacer la vasija, pero de su vacío / depende el uso de la vasija. / Se abren puertas y ventanas / en los muros de una casa, / y es el vacío / lo que permite habitaría. / En el ser centramos nuestro interés, / pero del no-ser depende la utilidad”. Según el taoísmo y el budismo, el vacío es la realidad profunda de las cosas; buscar el vacío en la realidad aparente es buscar su verdadera médula.
Un antiguo cuento de la tradición zen sintetiza las potencialidades de sumergirse en el vacío creativo como generador de las máximas potencias del ser y su realización: “Nan-in, maestro japonés que vivió en la era Meijí (1868-1912), recibió a un profesor universitario que había acudido a informarse sobre el Zen. Nan-in sirvió té. Llenó la taza de su visitante y siguió vertiendo. El profesor se quedó mirando el líquido derramarse, hasta que no pudo contenerse:
El mundo globalizado nos exige plétora, plenitud, relleno, perfección, sobreabundancia de cosas para llenar y rellenar hasta el hartazgo de la saturación y la saciedad insípida, nuestros receptores de la percepción y las sensaciones. Obturados los dispositivos de pensamiento nuestro devenir voluntario se torna facilmente en automático e involuntario. Como respuesta a la exponencialidad de la indiferencia que todo lo llena disfrutemos de las palabras de Baudelaire: «la naturaleza es un templo... el hombre pasa a través de unos bosques de símbolos... como ecos que de lejos se confunden en una vasta unidad... los perfumes, los colores y los sonidos se responden». El vacío de la creación nos contempla. Contemplemos la creación del vacío en silencio. Pero ese es otro tema…
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